jueves, 18 de marzo de 2010

Persiguiendo poetas por la calle

Necesito comprar sopas para uno.
Si saco la cuenta, necesito unas diez u once.
Quiero carne con crutones, pollos con verduras y crutones y lo que sea que encuentre.

Me dirigí al pasillo de las sopas en sobre del líder de Bellavista, sólo para descubrir que la sensación de acabose había llegado a esa gloriosa esquina del consumo también, y que los habitantes de Valparaíso se habían sobre abastecido en espera del cataclismo, dejándome casi sin sopas para uno. Solo casi.

Tomé las que encontré (además de las antes mencionadas, encontré una rica sopa de espárrago; me llevé tres) y caminé con todo el glamour que me caracteriza (y que se puede tener cuando llevas 11 sobres de sopa para uno en un líder semi vaciado) y me instalé en la fila que me pareció más corta. Esa que por supuesto siempre termina siendo la mas lenta, por que pusieron a la cajera con el C.I más bajo y tu llegaste tarde para presenciar el éxodo masivo de compradores hacia la fila de al lado.)
Me instalé en la fila y pacientemente comencé a inspeccionar a las personas que la integraban, así como a tratar de reconocer a alguien entre todos los que entraban por las amplias puertas del líder. Me he dado cuenta este verano que Valparaíso ya no me conoce. Camino por las calles y no me encuentro con nadie conocido, es como si hubiese habido cambio en el equipo y yo justo había ido al baño; volví y no quedaba ninguno de los que yo conocía.
Me remití a la fila de la caja en la que me encontraba, y de pronto me doy cuenta de que había un personaje extrañamente familiar dos puestos antes que yo… en eso, la mitad de mi fila se percata que la tarada que estaba tratando de pagar se demoraba demasiado, y sin más la pareja que estaba antes que yo se cambió a la fila del lado, lo que dejó a este personaje, y a mi, en la duda de si seguirlos o no. Pero como algo hemos aprendido en estos año de acérrimos consumidores de supermercados es que el más avispado gana, o en este caso, paga primero, hicimos como ellos y nos cambiamos también, quedando entonces yo detrás de este hombre que me parecía tan familiar. Y justo en el momento en que se gira para dirigirse a la caja de al lado, me doy cuenta quién es….y cual grupie, me salta el corazón y no atino a más que a cederle el lugar, mal que mal ya los otros se lo habían cagado, y sabiendo yo quién era, no podía caer en lo mismo… era Claudio Bertoni, que había descendido del olimpo ociosos de los poetas del litoral central y se encontraba en el mismo lider que yo!
Vacilé en creer lo que realmente estaba presenciando; no podía creer que este ser totalmente iluminado, que tantos disfrutes me había entregado a lo largo de los años que llevo leyendo su poesía, efectivamente estuviera en un lugar tan vulgar y común como la fila del lider, a punto de dar su rut para acumular puntos presto y quizás qué más… supongo que lo miré con demasiada insistencia, por qué cuando caí en aquello, noté que estaba un poco incómodo y me miraba de reojo. Por un momento me pasé mil rollos, que podía yo ser una de las chiquillas sobe las cuál escribe, de esas que conoce de manera fortuita en los lugares más desprovistos de poesía y con las cuáles fantasea hacer de sus parte redondas y les dedica extensos poemas que ellas nunca sabrán fueron instigadoras… miré sus innumerables pecas, que cubrían todo su rostro y manos ,como marcas indelebles del paso de los años, sus zapatillas horrendamente rojas y gastadas, su ropa café de excelente mal gusto, ropa usada o regalada por su hermana, a cuyo hijo, Luciano, le ha dedicado hermosas poesías de desencanto solterón.
Comencé entonces a inspeccionar su canasto con ruedas, intrigada por lo que un alienígena como él podía comer. Vi fideos, de los normales y otros como integrales o de color, como esos de espinaca o algo así, salsa de tomates, unos tomates frescos en bolsa, como 4, y una bolsa de maní. No era difícil entonces saber lo que un hombre solterón en sus 50 y tantos, iba a almorzar. Lo vi sacar su billetera, una billetera más común que toda las billeteras juntas, de cuero y repleta de papeles, aparentemente cuentas de todo tipo, de la cual extrae los billetes con los cuáles espera pagar, una vez llegado su turno. Además iba con una suerte de maletín de notebook, no sé si habrá llevado efectivamente uno en su interior o no, pero para el caso prefería pensar que llevaba miles de hojas y servilletas rayadas por un lápiz bic que incesantemente transcribía su vómito beatnik. El pelo lo tenía sucio, o despeinado, o ambas dos, y su aspecto en general era el de alguien que no estaba para nada en el lugar que su cuerpo ocupaba. Llegó a la caja, y mientras mi mirada obsesa y fija de seguro lo seguía incomodando, pasó su mercadería pagana por la caja. La cajera, automáticamente le pregunta si acumula pesos líder, y para mi gran alivio, el responde turbado que no. Debo reconocer que estuve muchos minutos esperando que no fuese así, por que si no, ahí si que se me iba al carajo el poeta under, que vive al margen de la sociedad, aislado en concón (de hecho, sólo me explico su presencia en el líder de Bellavista por que andaba dando alguna charla en el puerto y se vio obligado a pasar por ahí, si no la verdad es que no me lo explico.) menos mal dijo que no y pude seguir disfrutando de este espectáculo poco común que es ver a tu poeta favorito comprando tallarines con salsa en el supermercado de la esquina. Pagó con su billete impecable sacado de su billetera seguramente regalada por algún amigo exiliado, pero constantemente con los ojos puestos sobre su mercadería, como si sospechara hasta del empaquetador. La cajera le pregunta si quiere donar los dos pesos para no sé qué obra benéfica, y él contesta que si. Ahí quise morir.
Sin embargo, me doy cuenta que lo que más le perturba es que el hombre del empaque (que extrañamente no era un adolescente espinillento ni un universitario con cara de crédito fiscal, si no un hombre adulto y sin rasgos de deficiencia mental o síndrome de down) no le empaquetara su mercadería. Tal parecía que no quería que nadie más de los estrictamente necesarios tocaran su comida, o tal vez tenía que ver con que no quería darle propina, con lo cual volvía a reivindicarse ante mis devotos ojos de grupie. El hombre atinó a tomar los tallarines, las salsas y lo demás para meterlo en la bolsa, pero él se apresuró a demostrarle, a través de movimientos nerviosos , erráticos y atemorizantes, que no quería que lo hiciera, pero fue muy tarde. La expertise del empaquetador ya había llevado a cabo la hazaña, y a Bertoni no le quedó más que coger la bolsa, y sin querer mirar al pobre hombre a los ojos, emprendió la fuga. Yo miraba esto mientras pasaba personalmente por el procesos del rut para los puntos líder y del pago de mis 11 sopas para uno, las cuáles él miró en su momento extrañado (o tal vez a mi me pareció así). En ese ajetreo burocrático de buena fe lo perdí levemente de vista, sólo para reencontrarlo saliendo del lider, no sin antes entregar los dos paquetes de tallarines Carozzi a los chicos de un techo para chile o refugio de cristo, no me acuerdo, para los damnificados del terremoto. Ahí quise morir de nuevo. Pero después pensé que tal vez es su única manera de conectarse con el sufrimiento de los demás y de ser empático, envuelto como está el en su propia asfixiante cotidianeidad. Entonces me dio pena, y quise abrazarlo. O acostarme con él. O ambas dos.
Por supuesto que lo seguí y lo atajé en el semáforo para cruzar calle blanco, que providencialmente había dado rojo. Adelanté a todos y me puse detrás de él, a su izquierda, y seguí mirándolo intensamente, como una verdadera perseguidora que era en ese momento. Ni Hanibal Lecter me hubiese superado. El se dio cuenta que la misma demente ahora lo había seguido a la calle, y seguramente pensó que yo le iba a hablar, por lo que me miró. Y viéndome descubierta, miré hacia otro lado para evitar sus ojos escurridizos sobre los míos. Y sus pecas, miles de pecas también mirándome. Y su pelo desordenado y aparentemente cochino.
Nos dio la luz verde, y seguí caminando detrás de él, esta vez a una distancia prudente para que todo el asunto pareciese mera casualidad. Por que en realidad era eso, él casualmente iba en la misma dirección que yo, nada más. Cruzamos la calle y ya no aguantaba más con mi secreto, ansiadaza que alguien en ese momento caminase al lado mío para decirle “mira weona, es claudio Bertoni, el de “lo redondito enloquece!!!” pasé el puesto del caballero que vende 10 choclos por luca, el del que vende cabritas y la señora de oriflame que se pone con un puestito y un tríptico, y seguí a Claudio Bertoni a una distancia relativa de 5 metros. Necesitaba compartir mi secreto con alguien. Por que desde que estaba en la fila del super, miraba a mí alrededor para ver si alguien más se daba cuenta de la suerte que teníamos de tener a Claudio Bertoni ahí mismo, entre nosotros, cuál profeta de la sopa en sobre y de paja bien corrida, pero nadie parecía caer en cuenta. Me sentía verdaderamente a solas con un secreto, de esos que te atoran y te agobian. Entonces pensé en llamar a mi amiga, la única que lo conoce (por que digamos que no es alguien al que todos ubiquen) y contarle, y eso hice. Le hice la correspondiente llamada perdida, y ella me devolvió el llamado desde un número de su oficina. Mi texto fue el siguiente “ weona, voy siguiendo Claudio Bertoni por la calle!!!” y ella me respondió “acércate y háblale” –“no weona, no puedo es demasiado grupie, qué le digo??” – “no sé poh, dile algo”- “no, no puedo, es demasiado gripe, la wea idiota” a lo que me contestó “no seai weona, acércate y dile Sr. Bertoni, me gusta mucho lo que escribe” – “nooooo, no puedo, me supera, solo puedo mirarlo desde lejos…. Weón, se esta yendo por Salvador Donoso.. agggh!!!”
De ahí en adelante fue solo comentarios acerca de la impresión que me había causado, le conté lo que él había comprado y que había donado unos paquetes de tallarines para los damnificados y que tenía muchas pecas. No supe más que decirle y claramente ella no compartía el mismo entusiasmo que yo ante la aparición; cómo podría, si no lo había visto! Me despedí cuando estaba en la esquina del pasaje pirámide con Condell, y subí caminado por el pasaje hacia la subida ecuador para tomar un colectivo que me llevara a mi hogar. Eran cerca de las 3 de la tarde y ya tenía hambre. Menos mal, tenía muchas sopas para uno.

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